En estos días en que se vuelve a hablar de la tecnocracia, nos propusimos analizar en profundidad el rol de las élites tecnocráticas en los procesos de gobierno. En particular, el desempeño de las mismas en contextos de crisis políticas. Los principales enfoques politológicos sobre los tecnócratas en el poder de América latina se han concentrado en el acceso al gobierno de los mismos, y en el papel que desempeñaron en las reformas económicas. Es decir, en fases ascendentes. Esto se aplica tanto a los estudios de la tecnocracia como ejecutora a partir de un poder delegado (el estado burocrático autoritario de O’Donnell) y a los estudios de los políticos tecnócratas como constructores del poder político democrático (los technopols de Domínguez): ambas líneas de investigación analizan los inicios del gobierno tecnocrático. Aquí, en cambio, hemos querido desentrañar el final de los mismos.
Para ello, nos hemos concentrado en el estudio de caso como estrategia de investigación. Y nos propusimos diseccionarlo en profundidad. Llegamos al gobierno de De la Rúa por dos razones. La primera es porque presumíamos que se trataba del caso ideal para probar la hipótesis que las élites tecnocráticas en Argentina, fuertemente asociadas a las reformas neoliberales, una vez convertidas en actor político, no son capaces de proporcionar las condiciones mínimas de gobernabilidad que requiere una democracia como la nuestra. Y esto se debe a que su modelo de gobierno implica un vaciamiento de lo político: se erosionan los lazos de representación, el gobierno se aísla de las demandas y apoyos sociales, y la sustentabilidad de la presidencia entra en crisis de estabilidad. No es fácil encontrar-en el mundo-otros casos tan claros para estudiar y explicar un proceso de tecnocratización fallida. La presidencia de De la Rúa, además, había finalizado en una crisis de magnitudes históricas, y había abierto las puertas a un giro radical en la política económica, que fue observado detenidamente tanto en nuestro país como en otras partes del mundo. La Argentina de la Alianza se había transformado en un símbolo del fracaso de los technopols.
La segunda es experiencial: vivimos la época, seguimos de cerca los acontecimientos, y nos formamos desde entonces nuestra propia idea sobre lo ocurrido. Los 34 artículos reflejan, en buena medida, todo lo que supimos, documentamos, indagamos, reflexionamos y aprendimos sobre ese período de la historia política y económica de la Argentina, que nos movilizó en forma personal. Quisimos hacer un aporte, desde la investigación académica, para impedir la repetición de los errores de un pasado que todavía tiene consecuencias muy dolorosas para nuestro país.
Uno de los hallazgos de la investigación ha sido establecer una periodización del vertiginoso gobierno de Fernando De la Rúa a partir del concepto de tecnocratización. Como vimos en artículos anteriores, se han identificado tres etapas, que surgen de un análisis de los cambios en el gabinete. La primera etapa (Gabinete 1) fue la del nuevo gobierno que asumía, respetando la pluralidad de la política coalicional. Los radicales ligados a Alfonsín, los frepasistas liderados por Álvarez, y los delarruistas (el círculo íntimo del Presidente) tenían lugar en el gobierno. Había una presencia incipiente: los tecnócratas. Era sorprendente, por ejemplo, la presencia de López Murphy en el Ministerio de Defensa, pero su rol finalmente se develó: era el “suplente” de José Luis Machinea (Ministro de Economía). Los tecnócratas, designados por el Presidente, irían creciendo en protagonismo y poder, al mismo tiempo que el gobierno se despolitizaba. Frepasistas y radicales alfonsinistas (ambos grupos habían sido fundadores de la coalición) terminaron retirándose del gobierno entre los Gabinetes 2 y 3 (ver artículos anteriores). Un liderazgo presidencial cada vez más aislado creyó entonces en la tecnocratización, y allí se produjo el ingreso de Domingo Felipe Cavallo, el político tecnócrata más reconocido de la Argentina. Esta dinámica tuvo introducción, nudo y desenlace.
Una de las primeras conclusiones a las que arribó la investigación es que los lazos de continuidad entre el gobierno precedente (Menem) y el gobierno que asumió el 10 de diciembre de 1999 eran profundamente contradictorios. Tanto el gobierno saliente como el nuevo entrante admitían que había problemas económicos; el entrante, en especial, señalaba al modelo recibido como una pesada herencia, que dejaba una economía recesiva, un endeudamiento difícil de pagar y un déficit fiscal insostenible. Y así y todo, el nuevo liderazgo se presentó como incapaz de introducir cambios reales.
La acción de las élites tecnocráticas había sido profundamente efectiva durante la década menemista: habían logrado influencia dentro del propio partido peronista y habían impuesto el diagnóstico, luego hegemónico, de que el fracaso de Alfonsín reclamaba un decidido programa neoliberal, que alejase definitivamente a la Argentina de la “experiencia populista” aún cuando la hiperinflación había estallado en las manos de un gobierno radical que había enfrentado abiertamente a los sindicatos. El contexto internacional, compuesto de fuerzas y actores con influencia como los organismos financieros internacionales, y la vigencia del paradigma neoliberal mundial que afloró tras el fin de la Guerra Fría, sin dudas tuvieron que ver con la efectividad lograda por estos sectores.
De esa forma, la presidencia de De la Rúa se presentó a sí misma como la fase declinante de un ciclo que ni siquiera había puesto en marcha. Estábamos, en términos de la teoría del liderazgo presidencial de Pérez-Liñán, ante una presidencia de disyunción. De transición hacia otra cosa. Por eso, se presentaron tensiones iniciales entre los dos miembros partidarios de la coalición de gobierno, la UCR y el Frepaso. De la Rúa y Álvarez no estaban implementando un programa de gobierno surgido de la representación y la legitimación de las urnas, o que expresase las razones que habían dado origen a la coalición. Estaban atrapados por las políticas que les habían legado Menem y sus élites tecnocráticas. Ello se vio reflejado en el ajuste del 29 de mayo, que dejó a Álvarez sin rol en la gestión (ver artículos anteriores). Ese fue el principio del fin de Álvarez y su partido en el gobierno, que terminan dejando sola a la UCR cuando abandonan definitivamente el gabinete.
Sobrevino, entonces, la definitiva tecnocratización del gobierno. Un intento de compensar el achicamiento de la base de sustentación del presidente, sumando políticos de perfil ejecutivo que no tenían relación inicial con la representación política. Por el contrario, habían representado la opción contraria en las elecciones, ya que Domingo Cavallo había sido candidato presidencial derrotado en 1999, y candidato a Jefe de Gobierno porteño en 2000, siendo en ambos casos un contendiente directo de la Alianza ahora gobernante. Esta tecnocratización, en el gabinete, fue incremental: arranca con la renuncia de Álvarez en octubre de 2000 y se profundiza con la llegada de Cavallo en marzo de 2001. Entonces, las élites tecnocráticas toman control definitivo del gobierno, y llevan al gobierno a un enfrentamiento con la sociedad civil.
La crisis política, que finalmente estalla en diciembre de 2001 y pone fin al modelo económico menemista, se vio detonada por la acción de Ricardo López Murphy, Domingo Cavallo, Carlos Bastos y otros, y de los funcionarios de extracción tecnocrática que dependieron de ellos. Un conjunto de medidas muy impopulares, guiadas por un principio de efectividad que estaba divorciado de todo cálculo de aceptación por parte de los ciudadanos, se apoderó de la política económica. Asimismo, aún cuando todas las medidas que tomó el gobierno en su fase final estaban dirigidas a seducir a “los mercados”, y producir reacciones de confianza por el carácter eminentemente tecnocrático que había adquirido la administración, no surtieron ningún efecto. Los agentes económicos querían ver a políticos idóneos al mando, capaces de capear la crisis de gobernabilidad. Por el contrario, veían que un gobierno sin respaldos ni base de sustentación llevaba el timonel. Tal como dice Heidrich, los observadores externos veían una ausencia de autoridad política que pudiera garantizar la devolución de préstamos y el mantenimiento de privilegios de las empresas extranjeras. Se producía un nuevo tipo de riesgo-país: el de la incapacidad política (de garantizar que la voluntad fuera efectiva).
Esos mismos agentes económicos que querían a los economistas a cargo en tiempos de sólida gobernabilidad, ambicionaban ahora políticos experimentados en la fase de la crisis. Lo que generaba desconfianza no eran las medidas de Cavallo y su equipo, sino el que Cavallo hubiera asumido las riendas del gobierno. Las élites tecnocráticas no fueron, en ese momento, bien apreciadas. Ni por la ciudadanía de a pie, ni por los mismos beneficiarios de las políticas neoliberales. Se había revelado que el gobierno neoliberal de los economistas era solo posible durante una determinada fase del proceso de gobierno, y no su totalidad; todos los actores terminaron por admitirlo. Cavallo había iniciado su regreso con euforia, pero terminó yéndose de la forma más dramática y resonante. El caso argentino demostró que los políticos tecnócratas no funcionaron en Argentina al menos, como gestores del poder político que los sostenía. Para Cavallo no fue lo mismo ser el superministro de la presidencia Menem, que contaba con sólidos bloques legislativos, un partido con amplio respaldo electoral y el apoyo de la mayoría de los gobernadores y sindicatos, que ser el superministro de un De la Rúa cuya coalición se había quebrado, no tenía base de sustentación, ni apoyo electoral. Detrás de la gestión de Cavallo estaba el poder de Menem. La soberbia de los políticos tecnócratas del 2001 quiso ignorar una ley básica de la ciencia política, que dice que para implementar políticas se requieren condiciones suficientes de gobernabilidad. (Mañana, la última entrega de esta serie de 34 artículos).
Fuente: Ambito